por Nils Castro - Hace poco cruzó la escena otra andanada descalificadora de los gobiernos "progresistas" latinoamericanos, que incluyó artículos redactados en apropiado izquierdolés.
Con variopintos matices, se resumió en dos supuestos cortados a la medida: que no convirtieron su llegada a Palacio en sendas revoluciones socialistas, y haberse limitado a mejorar la repartición social de los beneficios del sobreprecio de las commodities, mientras este duró. De tales alegaciones ya nos hemos ocupado, incluso antes de esta última salva.
Uno de los recursos retóricos usados para darle pábulo es la imprecisión del lenguaje, tendiente tanto al relumbrón periodístico como a confundir los términos. Por ejemplo, el torcido empleo de las palabras "progresista" y "ciclo", que pasa gato por liebre en el plano conceptual.
Desde los tiempos de la oleada revolucionaria de los años 60 y 70 del siglo pasado, "progresista" es un comodín lingüístico relativo a las personalidades, organizaciones y procesos democrático populares o antimperialistas con los cuales las izquierdas podían colaborar.
El expresidente Lázaro Cárdenas, defensor tanto del gobierno de Jacobo Arbenz como de la joven Revolución cubana, era una personalidad progresista. Progresistas fueron los gobiernos de Wolfgang Larrazábal, de Jango Goulart y de Juan Bosch, como luego los de Juan José Torres, Jaime Roldós u Omar Torrijos, entre otros.
Ese dilatado paraguas conceptual asimismo abarcó un conjunto tan heterogéneo como el de los gobiernos populares, reformadores y latinoamericanistas surgidos luego del primero de Hugo Chávez. Tiene más sentido llamarlos progresistas que apelar a opciones más complejas y discutibles, como la de "posneoliberales".
Tal vez por eso mismo ahora se apela al efectismo político de estrechar y devaluar la noción de "progresismo" imponiéndole una retahíla de calificaciones adicionales: reformista, neokeynesiano, neodesarrollista, extractivista, etc., que facilitan demeritar a los gobiernos a quienes se les aplican -
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