Bruno Geller (Agencia Cyta-Instituto Leloir) -
Un equipo de científicos condicionó a un grupo de ratones para sentir
aversión al olor de la flor del cerezo. Luego observaron que su
descendencia (hasta la segunda generación) sintió rechazo al mismo
estímulo.
Científicos del Conicet destacaron la investigación pero pidieron interpretar los resultados con cautela.
Algunas vivencias de ratones dejaron huellas biológicas en dos generaciones posteriores. Así lo comprobaron científicos dirigidos por el doctor Kerry Ressler, profesor de Psiquiatría y Ciencias del Comportamiento de la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory, en Atlanta, quienes publicaron el trabajo en la revista “Nature Neuroscience”
Junto a su equipo, Ressler entrenó ratones para sentir repulsión al olor de la flor de cerezo. Luego, los científicos observaron que los descendientes de estos animales (hasta la primera y la segunda generación) no podían soportar ese aroma. “Los resultados nos dejaron tremendamente sorprendidos y maravillados de (ver) cómo funciona la biología”, dijo a la Agencia CyTA uno de los autores, el doctor Brian Dias, integrante del laboratorio de Ressler en Emory.
Los estudios biomoleculares mostraron que las experiencias condicionadas para que los ratones rechazaran los olores generaron cambios biológicos que fueron transmitidos a la descendencia a través de los espermatozoides, aunque no mediante mutaciones o alteraciones en la secuencia del ADN
La impronta transmitida, que también podría pasar por vía materna, se expresó mediante modificaciones neuroanatómicas en el cerebro y en el sistema olfativo, agregó Dias.
El trabajo de Ressler y Dias es “sorprendente. Los autores diseñaron experimentos muy elegantes y cuidadosos”, comentó el doctor Esteban Hasson, responsable del Departamento de Ecología Genética y Evolución de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA e investigador del CONICET.
El nuevo estudio, el primero que evalúa la percepción y transmisión de una señal específica como el olor, se suma a una línea creciente de evidencias sobre el papel de la “epigenética” en la herencia. La epigenética alude a modificaciones provocadas en la descendencia que no alteran el orden o secuencia de los “ladrillos” del ADN, los nucleótidos, sino que opera mediante marcas químicas que funcionan como interruptores del “encendido” o “apagado” de los genes.
Tal como dice Alberto Kornblihtt en su libro “La humanidad del genoma” (Siglo XXI editores, 2013), la epigenética en un tipo de herencia “blanda”, que en general se pierde en las sucesivas generaciones en ausencia del estímulo original. En cambio, los cambios en la secuencia de nucleótidos, por ejemplo, debido a mutaciones, constituyen una herencia “dura” que se perpetuará fielmente en la descendencia.
Para el doctor Norberto Iusem, investigador del CONICET y profesor asociado de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, el trabajo del laboratorio de Kessler “es interesante y encara una cuestión caliente en la biología moderna”. Sin embargo, Iusem aclaró que el comportamiento humano también está en gran medida determinado por la crianza de los hijos y el contexto social.
“Nuestro trabajo podría tener relevancia para determinar si las experiencias ancestrales tienen algún grado de influencia en el desarrollo de, por ejemplo, el trastorno de estrés postraumático y la ansiedad”, señaló Dias.
Los descubrimientos sobre la herencia epigenética se han interpretado en algunos círculos como una reivindicación parcial de Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), quien sostenía, por ejemplo, que las jirafas desarrollaron cuellos largos porque sus ancestros debían estirarse para alcanzar las hojas más altas de los árboles.
De todos modos, los científicos prefieren tomar los resultados con cautela y advierten que el hecho de que determinadas experiencias vividas en una generación puedan transmitirse a otra, no significa que el mecanismo descrito en el trabajo estadounidense esté extendido o sea el más relevante en comparación con la herencia genética.
“La cuestión debe tomarse con la debida perspectiva y prudencia”, enfatizó Iusem. “Queda mucho por investigar”, coincidió Hasson -- ver en Argenpress
Científicos del Conicet destacaron la investigación pero pidieron interpretar los resultados con cautela.
Algunas vivencias de ratones dejaron huellas biológicas en dos generaciones posteriores. Así lo comprobaron científicos dirigidos por el doctor Kerry Ressler, profesor de Psiquiatría y Ciencias del Comportamiento de la Facultad de Medicina de la Universidad de Emory, en Atlanta, quienes publicaron el trabajo en la revista “Nature Neuroscience”
Junto a su equipo, Ressler entrenó ratones para sentir repulsión al olor de la flor de cerezo. Luego, los científicos observaron que los descendientes de estos animales (hasta la primera y la segunda generación) no podían soportar ese aroma. “Los resultados nos dejaron tremendamente sorprendidos y maravillados de (ver) cómo funciona la biología”, dijo a la Agencia CyTA uno de los autores, el doctor Brian Dias, integrante del laboratorio de Ressler en Emory.
Los estudios biomoleculares mostraron que las experiencias condicionadas para que los ratones rechazaran los olores generaron cambios biológicos que fueron transmitidos a la descendencia a través de los espermatozoides, aunque no mediante mutaciones o alteraciones en la secuencia del ADN
La impronta transmitida, que también podría pasar por vía materna, se expresó mediante modificaciones neuroanatómicas en el cerebro y en el sistema olfativo, agregó Dias.
El trabajo de Ressler y Dias es “sorprendente. Los autores diseñaron experimentos muy elegantes y cuidadosos”, comentó el doctor Esteban Hasson, responsable del Departamento de Ecología Genética y Evolución de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA e investigador del CONICET.
El nuevo estudio, el primero que evalúa la percepción y transmisión de una señal específica como el olor, se suma a una línea creciente de evidencias sobre el papel de la “epigenética” en la herencia. La epigenética alude a modificaciones provocadas en la descendencia que no alteran el orden o secuencia de los “ladrillos” del ADN, los nucleótidos, sino que opera mediante marcas químicas que funcionan como interruptores del “encendido” o “apagado” de los genes.
Tal como dice Alberto Kornblihtt en su libro “La humanidad del genoma” (Siglo XXI editores, 2013), la epigenética en un tipo de herencia “blanda”, que en general se pierde en las sucesivas generaciones en ausencia del estímulo original. En cambio, los cambios en la secuencia de nucleótidos, por ejemplo, debido a mutaciones, constituyen una herencia “dura” que se perpetuará fielmente en la descendencia.
Para el doctor Norberto Iusem, investigador del CONICET y profesor asociado de la Facultad de Ciencias Exactas de la UBA, el trabajo del laboratorio de Kessler “es interesante y encara una cuestión caliente en la biología moderna”. Sin embargo, Iusem aclaró que el comportamiento humano también está en gran medida determinado por la crianza de los hijos y el contexto social.
“Nuestro trabajo podría tener relevancia para determinar si las experiencias ancestrales tienen algún grado de influencia en el desarrollo de, por ejemplo, el trastorno de estrés postraumático y la ansiedad”, señaló Dias.
Los descubrimientos sobre la herencia epigenética se han interpretado en algunos círculos como una reivindicación parcial de Jean Baptiste Lamarck (1744-1829), quien sostenía, por ejemplo, que las jirafas desarrollaron cuellos largos porque sus ancestros debían estirarse para alcanzar las hojas más altas de los árboles.
De todos modos, los científicos prefieren tomar los resultados con cautela y advierten que el hecho de que determinadas experiencias vividas en una generación puedan transmitirse a otra, no significa que el mecanismo descrito en el trabajo estadounidense esté extendido o sea el más relevante en comparación con la herencia genética.
“La cuestión debe tomarse con la debida perspectiva y prudencia”, enfatizó Iusem. “Queda mucho por investigar”, coincidió Hasson -- ver en Argenpress