por Eric Nepomuceno - Exactamente a la una con treinta y dos minutos de la tarde de ayer, la presidenta Dilma Rousseff llamó por teléfono a Lula da Silva, que por la mañana había sido nombrado jefe de Gabinete.
El diálogo entre los dos duró 28 segundos, tiempo exacto para que Dilma Rousseff le avisase a Lula que le estaba mandando, por un portador, el documento formal de su nombramiento como ministro de Estado. La mandataria aclaró: “Para usar solo en caso de necesidad”.
Esas palabras indicarían que Lula da Silva, cuya ceremonia de posesión está prevista para lunes, podría tener decretada una orden de arresto emitida por el juez de primera instancia, Sergio Moro. Ya como ministro en funciones, él solo puede ser procesado y, eventualmente, ser detenido, por el Supremo Tribunal Federal.
El nombramiento del principal líder político brasileño en el fragilizado gobierno de Dilma Rousseff fue, entre otras muchísimas cosas, una bofetada en la muy vanidosa faz de Sergio Moro, un juez de provincias cuyos dos grandes sueños en la vida son, en este orden, detener a Lula da Silva (luego buscará el crimen: al criminal, ya lo tiene) y constituirse a los ojos del mundo en el símbolo de una versión morena y tropical de la Operación Manos Limpias que sacudió a Italia hace algunas décadas.
Olvida el egocéntrico juez que en Italia actuó un equipo de alto nivel técnico y ético, al amparo de las leyes. Aquí, lo que vemos es un sector de la Policía Federal que pone a la cabeza de las investigaciones a un comisario que en las elecciones de 2014 esparció por todas las redes sociales una descomunal cantidad de ofensas personales contra Lula da Silva y la entonces candidata Dilma Rousseff, mientras defendía hasta el caracú la candidatura del adversario neoliberal, Aécio Neves, del mismo PSDB del ex presidente Fernando Henrique Cardoso.
En el Ministerio Público, al frente de la operación, luce sus dotes de orador un fiscal que integra –como muchísimos de sus colegas– una de esas sectas electrónicas evangélicas bastardas que suelen condenar al fuego de los infiernos a la actual y al ex mandatario.
Ayer, sin embargo, el juez Moro superó todos los límites y elevó su irresponsabilidad a niveles siderales.
Pocas horas después de efectuada la grabación de la llamada entre la Presidenta y Lula, no se le ocurrió al meritísimo estupidez menor que la de divulgar el contenido de la conversación. Lo hizo utilizando el canal por cable GloboNews, que integra el más poderoso grupo de comunicación de América Latina y que es el pilar central del complot golpista que tomó el nombramiento de Lula como una afrenta personal.
Además del atropello a las más básicas reglas de conducta, además del estupro a la Constitución, además de la ofensa de violar la privacidad de la mandataria máxima del país –que está donde está porque así lo decidieron, por voto soberano, 54 millones de electores–, Sergio Moro fulminó cualquier posibilidad de disfrazar el complot golpista.
No se le ocurrió a este magistrado medir las consecuencias que su reacción de niño mimado y contrariado podría tener sobre el país que, gracias a la sofocante atmósfera golpista alimentada por él en complicidad con los medios monopólicos de información, vive una atmósfera de peligrosísima polarización.
Por la noche, Dilma Rousseff anunció que adoptará las medidas jurídicas previstas, frente al desmande olímpicamente arbitrario del mediático juez. Más vale que la presidenta lo haga. Más vale que se accionen los instrumentos de control del Poder Judicial, creados precisamente para impedir conductas desequilibradas como la del meritísimo galán de las clases medias más obtusas.
Mientras nadie adopta medidas para pararle la mano a la irresponsabilidad de un magistrado que padece de evidente y aguda hipertrofia del ego, cuyo principal efecto colateral es la falencia terminal del sentido de responsabilidad, el esquema mediático seguirá, alegremente, envenenando a la opinión pública, en especial los sectores medios idiotizados.
Y el golpe seguirá en marcha y el futuro seguirá desvaneciéndose sin cesar
El diálogo entre los dos duró 28 segundos, tiempo exacto para que Dilma Rousseff le avisase a Lula que le estaba mandando, por un portador, el documento formal de su nombramiento como ministro de Estado. La mandataria aclaró: “Para usar solo en caso de necesidad”.
Esas palabras indicarían que Lula da Silva, cuya ceremonia de posesión está prevista para lunes, podría tener decretada una orden de arresto emitida por el juez de primera instancia, Sergio Moro. Ya como ministro en funciones, él solo puede ser procesado y, eventualmente, ser detenido, por el Supremo Tribunal Federal.
El nombramiento del principal líder político brasileño en el fragilizado gobierno de Dilma Rousseff fue, entre otras muchísimas cosas, una bofetada en la muy vanidosa faz de Sergio Moro, un juez de provincias cuyos dos grandes sueños en la vida son, en este orden, detener a Lula da Silva (luego buscará el crimen: al criminal, ya lo tiene) y constituirse a los ojos del mundo en el símbolo de una versión morena y tropical de la Operación Manos Limpias que sacudió a Italia hace algunas décadas.
Olvida el egocéntrico juez que en Italia actuó un equipo de alto nivel técnico y ético, al amparo de las leyes. Aquí, lo que vemos es un sector de la Policía Federal que pone a la cabeza de las investigaciones a un comisario que en las elecciones de 2014 esparció por todas las redes sociales una descomunal cantidad de ofensas personales contra Lula da Silva y la entonces candidata Dilma Rousseff, mientras defendía hasta el caracú la candidatura del adversario neoliberal, Aécio Neves, del mismo PSDB del ex presidente Fernando Henrique Cardoso.
En el Ministerio Público, al frente de la operación, luce sus dotes de orador un fiscal que integra –como muchísimos de sus colegas– una de esas sectas electrónicas evangélicas bastardas que suelen condenar al fuego de los infiernos a la actual y al ex mandatario.
Ayer, sin embargo, el juez Moro superó todos los límites y elevó su irresponsabilidad a niveles siderales.
Pocas horas después de efectuada la grabación de la llamada entre la Presidenta y Lula, no se le ocurrió al meritísimo estupidez menor que la de divulgar el contenido de la conversación. Lo hizo utilizando el canal por cable GloboNews, que integra el más poderoso grupo de comunicación de América Latina y que es el pilar central del complot golpista que tomó el nombramiento de Lula como una afrenta personal.
Además del atropello a las más básicas reglas de conducta, además del estupro a la Constitución, además de la ofensa de violar la privacidad de la mandataria máxima del país –que está donde está porque así lo decidieron, por voto soberano, 54 millones de electores–, Sergio Moro fulminó cualquier posibilidad de disfrazar el complot golpista.
No se le ocurrió a este magistrado medir las consecuencias que su reacción de niño mimado y contrariado podría tener sobre el país que, gracias a la sofocante atmósfera golpista alimentada por él en complicidad con los medios monopólicos de información, vive una atmósfera de peligrosísima polarización.
Por la noche, Dilma Rousseff anunció que adoptará las medidas jurídicas previstas, frente al desmande olímpicamente arbitrario del mediático juez. Más vale que la presidenta lo haga. Más vale que se accionen los instrumentos de control del Poder Judicial, creados precisamente para impedir conductas desequilibradas como la del meritísimo galán de las clases medias más obtusas.
Mientras nadie adopta medidas para pararle la mano a la irresponsabilidad de un magistrado que padece de evidente y aguda hipertrofia del ego, cuyo principal efecto colateral es la falencia terminal del sentido de responsabilidad, el esquema mediático seguirá, alegremente, envenenando a la opinión pública, en especial los sectores medios idiotizados.
Y el golpe seguirá en marcha y el futuro seguirá desvaneciéndose sin cesar