Un trimestre, tres meses, 90 días. Eso es el tiempo que lleva la
pandemia del COVID-19 asolando Europa. En todo este tiempo la UE ha dado
muestra de su muerte cerebral, sin posibilidad alguna de cambio ni
reforma.
Tres meses de desesperación porque los países del norte han demostrado quién manda y bajo qué parámetros. Tres meses en los que el sueño de una “Europa solidaria” ha desaparecido del paisaje.
Tres meses en los que se ha evidenciado que no hay una Unión Europea, sino tres (o cuatro). Y cuando todo parecía perdido, la UE ha hecho un movimiento equiparable al estertor del agónico y ofrece préstamos, que hay que devolver con sus respectivos intereses (principal pretensión de los países del norte), y subvenciones (principal pretensión de los países mediterráneos).
Y la euforia se desata por los de siempre: informes entusiastas por la gran cantidad de dinero, historias de redención de la UE. Pero no. De eso irá este artículo.
No fue hasta el 27 de mayo cuando la presidenta de la Comisión Europea, Úrsula von der Leyen, anunció una propuesta de “revitalización de las economías europeas” afectadas por la pandemia.