Desfigurada, convertida en modelo, reducida a receta, juzgada desde las tarimas más diversas; durante más cien años la Revolución Rusa fue cubierta y recubierta por múltiples interpretaciones que, salvo algunas excepciones, tendieron a relegar a un segundo plano la fidelidad a los sujetos que la protagonizaron.
Algo absolutamente lógico desde la misantropía propia de las posiciones anti-revolucionarias. En otros casos, se trata del viejo y burocrático vicio de las y los que, por pretender acelerar la “venida del reino”, no tienen reparos en dejar afuera al “prójimo”.
De este modo, los mejores flancos e instantes de la Revolución Rusa, los más radiosos, se fueron tornando invisibles, cuando no despreciados: su capacidad de refutar un orden y un sentido de la historia e instituir otros; su universalidad espontánea y no coactiva; su carácter plebeyo; sus entornos de auto-actividad popular (autogestión, autogobierno, deliberación);
el “espíritu de escisión” de sus protagonistas; la potencia y la creatividad emanada de la articulación del deseo de las y los de abajo con la creatividad y la versatilidad de unas vanguardias políticas lúcidas, sensibles y tenaces, diestras en el impulso o en el acompañamiento, capaces de devenir retaguardia; su perspectiva plurinacional e internacionalista; sus impulsos anti-patriarcales, su horizonte centrado en la abolición del capitalismo, etcétera.
Aldo Casas hace a un lado la hojarasca (ya sea “conspirativa” o “estructural”, invariablemente pseudo-histórica) y posa su mirada en lo que realmente importa. Luego, generosamente, lo pone en evidencia con copiosa documentación, esmerada erudición e inusual claridad.