El Estado, cualquiera éste sea, capitalista o socialista, es —como
señalara el teórico italiano Antonio Gramsci, entre sus más amplias
reflexiones y conceptualizaciones—, hegemonía acorazada de coerción.
Es decir, es la capacidad de una clase o fracción hegemónica del bloque en el poder para convencer, persuadir y seducir a las otras clases y fracciones de clase de una formación social determinada, sobre la viabilidad de un proyecto estadual y societal de corto y largo alcance.
Pero el Estado, como síntesis de las contradicciones irreconciliables de clase y como aparente representante del “interés general”, también tiene la facultad de controlar y repeler, a través del uso del monopolio de la fuerza pública, las acciones de descontento que surjan y se desarrollan en la sociedad. Hasta ahí, nada fuera de lo normal.
Pero un Estado (y gobierno) que se mueve y pretende reproducir su poder —que no es otra cosa que la materialización de los intereses de las clases o fracciones de clase que están en el bloque en el poder—, sólo mediante el empleo del aparato de Estado (Policía, Fuerzas Armadas y magistratura), instala un régimen de excepción que, al mismo tiempo, lo convierte en inviable en el largo plazo, más aún si el origen de su mandato no ha surgido de las urnas.