Los gobiernos que apostaron a la “magia de los mercados” para atender los problemas de salud de su población exhiben índices de mortalidad por millón de habitantes inmensamente superiores a los de los Estados socialistas que conciben a la salud como un inalienable derecho humano.
La cruel pandemia que azota a la humanidad ha despertado reacciones
de todo tipo. Unos pocos la ven como la cruel pero fecunda epifanía de
un mundo mejor y más venturoso que brotará como remate inexorable de la
generalizada destrucción desatada por el coronavirus.
Si Edouard Bernstein creía que el solo despliegue de las contradicciones económicas ineluctablemente remataría en el capitalismo, sus actuales (e inconscientes) herederos apuestan a que el virus obrará el milagro de abolir el sistema social vigente y reemplazarlo por otro mejor. El trasfondo religioso o mesiánico de esta creencia salta a la vista y nos exime de mayores análisis.
Otros la perciben como una catástrofe que clausura un período histórico y coloca a la humanidad ante un inexorable dilema cuyo resultado es incierto.