Más allá de la culpabilidad o no del general retirado Salvador Cienfuegos, ex secretario de la Defensa Nacional, en los hechos que se le imputan, no es posible deslindar al llamado Estado profundo –el gobierno paralelo secreto organizado por los aparatos militares y de inteligencia que dirige la política exterior y de seguridad de la Casa Blanca− de la operación de la DEA y el Departamento de Justicia estadounidense a sólo 19 días de las elecciones presidenciales en ese país.
Y en particular, de una acción propagandística manipuladora de la DEA −cuyos agentes tienen una bien ganada reputación de cowboys pistoleros que no respetan las leyes de los países donde actúan− de cara a la opinión pública estadunidense, para desviar la atención sobre sus escasos resultados y distorsionar la evaluación de sus logros, en la batalla campal burocrática con otras agencias civiles de defensa e inteligencia, y para proteger su territorio y supervivencia y tomar parte de lucrativos programas en marcha en el marco de los previsibles recortes presupuestales derivados de la pandemia del Covid-19.
Desde que el presidente Richard Nixon declaró la guerra contra las drogas en 1973 –con el fin encubierto de desbaratar a las organizaciones de la comunidad negra y al movimiento contra la guerra de Vietnam−, ocho sucesivas administraciones de la Casa Blanca (Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton, Bush hijo, Obama, Trump) han abonado el escenario bélico al calificar a los estupefacientes ilícitos como una amenaza a la seguridad nacional de EEUU.