Más allá del impresionismo, la crónica roja o el interés pasajero de las grandes corporaciones de prensa que vuelven la mirada a Haití para reforzar y actualizar sus seculares prejuicios racistas y coloniales -la última vez había sido en enero del 2010, luego del devastador terremoto- hay algunos elementos que sirven para trazar las líneas maestras entre las que se desenvuelve el drama nacional haitiano desde -y antes- del asesinato de Jovenel Moïse en la madrugada del 7 de julio.
Forzosamente, su análisis debe incluir a algunos actores protagónicos: las clases dominantes locales y sus fracciones de clase; los EEUU, sus aliados occidentales y los organismos internacionales. Y, por sobre todas las cosas, a las bandas armadas, el crimen -políticamente organizado- y el paramilitarismo.
Hay -siempre sucede así en estos casos- una tentación de glorificar post mortem al fallecido, más aún al tratarse de un asesinato vil, y sobre todo cuando se comprobara la participación de ciudadanos norteamericanos y de ex militares colombianos en el hecho, en el marco de eso que el uribismo ha dado en llamar la política de "seguridad democrática": En este caso, for export.