Ahora que el lawfare está en la centralidad de la política latinoamericana es justo y necesario detenernos por unos instantes para precisar su definición, y así evitar que dicho término sea manoseado más de la cuenta y que con tanto uso y abuso acabe perdiendo importancia y sentido.
Como decía Gilbert Rist, se ha hablado y escrito tantísimo del término “desarrollo”, que luego de años, es posible que este concepto sirva para todo, desde evocar a una gran cantidad de rascacielos en Nueva York, hasta pensar en letrinas construidas en algún poblado africano.
Si permitimos que esto ocurra con el lawfare, entonces, acabará siendo un abarca-lo-todo que irremediablemente lo condenará a su devaluación progresiva como concepto útil.
De ninguna manera es una contradicción afirmar que para defender la potencialidad del lawfare como herramienta explicativa de muchos de los sucesos políticos que vienen ocurriendo en el siglo XXI en América Latina debemos asumir que “no todo es lawfare”.
No toda causa o proceso judicial contra políticos/as o exfuncionarios/as es lawfare. Así, es fundamental delimitar qué es y qué no es.
Por un lado, no podemos ni debemos confundir lawfare con todo golpe blando (por ejemplo, véase el caso del golpe a Manuel Zelaya de Honduras o a Fernando Lugo en Paraguay, donde el lawfare no fue el componente determinante); ni con un golpe de Estado “tradicional” (véase lo que sucedió en Bolivia en 2019).