“Salí del Cuerpo de Marines y, en pocos años, quince de mis colegas se habían suicidado”, me dijo recientemente un soldado veterano que había servido en dos misiones en Afganistán e Iraq entre 2003 y 2011.
“Un minuto antes pertenecían al cuerpo y al siguiente estaban fuera y ya no podían encajar en parte alguna. No tenían trabajo, nadie se relacionaba con ellos. Y padecían esos síntomas postraumáticos que les hacían reaccionar de forma diferente al resto de estadounidenses”.
El comentario de este veterano puede parecerle sorprendente a muchos estadounidenses que vieron cómo las guerras de este país posteriores al 11-S en Afganistán, Iraq y otros lugares se desarrollaban en una exhibición temprana de ataques aéreos pirotécnicos y líneas de tropas y tanques que se movían a través de paisajes desérticos, pero después dejaron prácticamente de prestar atención.
Como cofundadora del Proyecto 'Costs of War' de la Universidad Brown [EEUU], así como cónyuge de militar que ha escrito y vivido de una manera razonablemente cercana y personal en medio de los costes de casi dos décadas de guerra en el Gran Oriente Medio y África, no me sorprendieron los comentarios de ese conocido mío de los marines.
Bien al contrario. Con todos los términos amargos a los que estoy acostumbrada, solo confirmaron lo que ya sabía: